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Por qué el año empieza el 1 de enero: cosas de maños y romanos

Por Techo Díaz.- Seguramente os habéis dado cuenta. Estos días de Navidad no hay noticias. Aparte de los niños cantando el gordo de la lotería, el relojero de la puerta del sol, el discurso del Rey, los saltos de esquí y el concierto de Año Nuevo en Viena, no se cuenta prácticamente nada nuevo cada año.

Están, claro, las recopilaciones. Los 10 videos más vistos de YouTube, las palabras más buscadas en Google, los mejores goles de Messi, las estafas más sonadas, los vestidos más horribles del año o, como preguntábamos en nuestro grupo de Facebook, la votación para elegir al mejor ciclista del año en 2012.

Pero ahí se acaba todo. Poco nuevo que contar. Declaraciones del político de guardia, recortes, virus estomacales y el pronóstico del tiempo. Y no es que de ciclismo no haya nada que hablar, porque en bici se va todo el año y nunca dejan de faltar historias, pero por una vez vamos a sumarnos a esta moda y, sin que sirva de precedente, vamos a irnos por las ramas y contar precisamente eso, una bonita historia que, ciertamente, poco o nada tiene que ver con el ciclismo.

Este señor lee en bici

Y es que en el tiempo al que remonta nuestra historia las bicis aún no se habían inventado y faltaban al menos, centuria arriba centuria abajo, unos 20 siglos para ello. Y sin embargo, de una cosa estamos seguros, la bicicleta no está reñida con la cultura. Así que como bien hace el señor de la foto, cojan su bici, aposenten sus culos o posaderas y adéntrense en este breve relato sobre uno de los aspectos más fascinantes de nuestra historia: por qué el año da comienzo el 1 de enero.

Resulta que, allá por el año 155 a. C., los habitantes de Sekaisa (Segeda) decidieron construir una impresionante muralla para defenderse de los romanos. Segeda era entonces una localidad habitada por belos (celtas) cerca de la actual Calatayud, no muy lejos de Zaragoza.

Con esta muralla, los belos se declaraban en abierta rebeldía contra la todopoderosa República de Roma, algo que los orgullosos guardianes del Tiber estaban muy lejos de consentir. Los romanos no tardaron en montar en cólera y prepararse para la guerra contra los maños, sólo que no lo tenían tan fácil.

Por entonces eran un poco cuadraditos y no podían reclutar un ejército hasta que no se celebraran las elecciones anuales de magistrados, que tenían el lugar el primer día de cada año, el 1 de marzo. Era únicamente a partir de ese momento cuando podían organizar una leva, preparar a la tropa, trasladarla hasta Hispania y darle una paliza a los aguerridos celtíberos que tanto estaban tocando las romanas pelotas.

Las murallas de Segeda

Sólo que, claro, si esperaban hasta el 1 de marzo, los belos de Segeda ya habrían terminado de construir la muralla y no habría manera de acabar con ellos.

Así que a alguien se le encendieron las luces en la ciudad eterna y dijo: ¡Por Júpiter! ¿por qué no adelantamos un par de meses el inicio del año?

Al Senado le pareció estupendo y desde aquel mismo año se trasladó al 1 de enero, fecha que es hoy en día adoptada por la práctica totalidad del mundo occidental y que, como bien es sabido, tampoco tiene ninguna razón lógica de ser en la astronomía sino más bien en trámites administrativos como someter a los insolentes celtíberos que poblaban hace ahora 20 siglos los alrededores de Zaragoza.

Técnicamente aquello fue una trampa. Pero entonces no existía el TAS, ni el Tribunal de La Haya, y los romanos consiguieron armar acerca de 30.000 hombres (dos legiones, 5.000 jinetes y tropas auxiliares) para llegar a las inmediaciones de Segeda antes de que la muralla estuviese terminada y hacer falso aquello de que más vale maña que fuerza.

Maños y mañas corrieron en estampida en dirección a Numancia y aquel incidente, que no sólo cambió para siempre la fecha en que comenzamos el año, también dio pie al inicio de la Segunda Guerra Celtibérica, algo que no terminaría hasta mucho más tarde, ya en la tercera entrega de la saga, con el célebre asalto a Numancia, según he tenido el placer de leer en el excelente artículo que ha dado pie a este relato, un texto de Javier García Blanco en la revista Historia de Iberia Vieja.

 

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